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Shingalana

Se ganó la oportunidad de vivir con esos inquebrantables maullidos que abultaban más que la gatita famélica que nos llamaba a gritos desde la cuneta. Su pata rota, puro hueso descarnado, y el calor impenitente de las tardes de verano la habían postrado ahí, no sé desde pero sí hasta cuando.

Nada más cogerla en brazos cambió los maullidos por un ronroneo que nos acompañó durante todo el camino a casa, a pesar del hambre que taladraba su estómago diminuto. Deboró tazones de leche y taquitos de jamón de york pero no encontró realmente su casa hasta el día siguiente. Ruth le dio esa oportunidad que la naturaleza o, mejor dicho, el resto de los humanos le habían negado, y pudo morir sabiendo que había conocido el dolor de las heridas y el abandono pero también el calor de un abrazo, los juegos con otros gatos, el sabor de las mejores comidas para gatitos y el cariño de una familia humana que se había formado en torno a ella.

La rabia y la impotencia de saber que ya no existe no dejan de preguntarme por qué un angelito como ella con tantas ganas de vivir y con unos padrinos dispuestos a todo no ha podido llegar a vieja. Me preguntan por la incompetencia de los veterinarios, por su preferencia por ganar en lugar de curar; me preguntan por la irracionalidad rancia de los que abandonan, de los que golpean, por la pasividad dañina de los que lo ven todo pero no hacen nada; me preguntan por esa mentalidad troglodítica de quien desprecia a todo animal no humano, así como a todo humano que se sensibiliza con lo animal.

Que si cada uno fuese responsable de sus propias competencias (tanto a nivel personal como profesional) esa gata estaría viva, que son muchos los que han dejado sus deberes sin hacer.

Hicimos lo que pudimos; nosotros sí.



“El hombre puede medir el valor de su propia alma en la mirada agradecida que le dirija un animal al cual ha socorrido”
Platón