Hoy quiero dedicar este espacio a mi mujer favorita de la Antigüedad. No, no es Cleopatra. Su nombre es Gala Placidia y, aunque el mundo apenas se haya hecho eco de su historia, vivió la que hoy denominaríamos “una auténtica vida de película”.
De vuelta en su reino, concertó el matrimonio entre Gala y su hijo Ataulfo, con la esperanza de unir las patrias de ambos en un único imperio. Sin embargo, lo que se planeó como una unión de conveniencia acabó siendo toda una expresión de amor, pues cuando los dos jóvenes se conocieron, se enamoraron perdidamente.
Tras la boda en la ciudad de Narbo, se instalaron en Barcino (actual Barcelona), donde nació su único hijo, que recibió el nombre de Teodosio en honor a su abuelo romano. Este niño, por cuyas venas corría sangre bárbara y romana, encarnó la esperanza de fundir la grandiosa Roma con el pujante reino godo.
Pero la felicidad duraría poco, ya que Ataulfo fue asesinado en medio de una serie de conjuras, y su mujer condenada a un calvario de humillaciones públicas. El bebé murió, y el nuevo rey de los godos, Walia, se enriqueció negociando la devolución de Gala a su Roma natal, donde se vió obligada a empezar su vida prácticamente desde cero. Se convirtió en esposa y madre de emperadores y consagró el resto de sus días a vivir según la filosofía cristiana, a la que siempre había sido leal.
Gala murió con más de 70 años -toda una barbaridad para la época- y fue enterrada en Rávena, donde la leyenda asegura que descansa junto a la persona que le enseñó el sentido de la felicidad, lejos de los lujos y los caprichos de la Corte. No es necesario decir su nombre, ¿verdad?
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